El Prof. Carlos Seoane, académico de número de Ciencias Químicas de la Real Academia Nacional de Medicina de España (RANME), ofreció una brillante sesión científica, bajo el nombre ‘Descarbonización y Salud’, con motivo de la sesión inaugural del curso académico 2025. Como él comentaba, el químico Svante Arrhenius, ya en el siglo pasado, investigó un componente químico natural de la atmósfera, el dióxido de carbono, que tiene la propiedad de “atrapar calor” al absorber radiación infrarroja. Trataba de explicar la aparición y desaparición de las glaciaciones y sentó con ello las bases químico-físicas y la conexión con la vida del papel del CO2.
Hoy tratamos de evitar el incremento del llamado “efecto invernadero” en nuestro planeta, lo que ha venido a denominarse como “descarbonización”. “Esto ha conducido a una demonización del carbono, la famosa “huella de carbono”, elemento químico que parece ya considerarse un contaminante tóxico, cuando precisamente el carbono se concentra en la vida y constituye casi un tercio de la materia que forma nuestro cuerpo. No existiríamos sin él”, aseguró el Prof. Seoane.
La cuestión está en la cantidad de su dióxido en la atmósfera. Arrhenius calculó qué si la concentración de este gas se doblase, la temperatura global subiría entre 2 y 4 grados y estimó en 3000 años el tiempo que tardaría en duplicarse la concentración de CO2. Pero, al ritmo actual, tal duplicación podría alcanzarse en décadas.
Desde los años 50, David Keeling analizó el contenido de CO2 en el aire y el valor medio anual sube deprisa. Desde menos de 300 partes por millón, acaba de superar ya los 423, incrementando así el efecto invernadero.
Entre el 50 y 70% del efecto invernadero se debe al agua atmosférica, pero su cantidad es tan enorme que la actividad humana no le afecta. El resto se debe al CO2 seguido del metano, el óxido nitroso y los gases fluorados.
“Naturalmente, para la temperatura es crucial la potencia variable de la radiación solar que incide sobre la Tierra, que también influye en las variaciones climáticas. Algunos astrónomos, como el ruso Absusamatov, basándose en una posible reducción de la actividad solar a mediados del siglo XXI, predicen una disminución de temperatura. La gran inercia térmica de los océanos la amortiguará en un tiempo, pero, según sus cálculos, empezaría a sentirse hacia el año 2060”, matizó.
Siempre ha habido cambios climáticos, pero en ciclos de miles o millones años. Hace solo 12.000 años que el fin de la, hasta ahora, última glaciación permitió el comienzo de lo que llamamos “civilización”. La diferencia actual respecto a esas variaciones térmicas de eras anteriores es la velocidad más rápida del cambio.
“La razón es que los humanos hemos alterado el ciclo químico natural del carbono. Gigantescas cantidades de este elemento en forma de carbón, petróleo y gas, producto de masas vegetales y plancton que quedaron enterradas en anteriores eras geológicas, están saliendo de nuevo a la atmósfera, como consecuencia de su combustión para abastecer a una sociedad hambrienta de energía”, explicó.
“Los procesos naturales de captación de CO2 permitirán a la Tierra restablecer su equilibrio químico, pero podría tardar 100.000 años. No tenemos tanto tiempo”, reconoció este académico.
El Panel Internacional del Cambio Climático fija en 2ºC el incremento aceptable, y advierte de las posibles consecuencias, que repercutirán en grado diferente según zonas geográficas. En Europa probablemente sean las regiones meridionales las más afectadas. “Habrá que reducir mucho el CO2, lo que requiere profundos cambios de compleja viabilidad técnica, social, económica y política”, señaló.
Asimismo, el Prof. Seone destacó que la atmósfera no tiene fronteras. “Las emisiones de uno afectan a todos. Estados Unidos tiene el 5% de la población mundial, pero genera el 25% de las emisiones; Europa, con el 6% de población, emite el 20%. Se ha llamado a esto “imperialismo atmosférico”, al que China se suma con rapidez”, enumeró.
Frente a esta situación, “nos encontramos en el dilema de reconciliar tres escalas de tiempo: a corto plazo, la economía, a medio, la calidad de vida y, solo a largo plazo, atendemos al medio ambiente”, detalló.
Conocemos los efectos de “carbonizantes” del transporte, las industrias o las viviendas, pero no somos tan conscientes de otras causas importantes: producir una tonelada de trigo emite 500 kg de CO2. La fabricación del cemento, 34.000 millones de toneladas anuales (4000 kilos por cada ser humano) para construir nuestros edificios, supone una emisión enorme de CO2 por la propia reacción química de su formación a partir de piedra caliza.
También las modernas tecnologías suponen un ingente gasto de electricidad en comunicaciones, computación e Internet. Se prevé que en 2030 será el 21% del total, cuadruplicando el consumo de 2010. A Google, que todos usamos, se debe una tonelada de CO2 cada dos segundos y solo la creación del CHAT GPT-3 consumió energía suficiente para emitir medio millar de toneladas.
“Las modernas energías renovables, eólica, solar, hidrógeno y biomasa son, como la hidráulica, no directamente contaminantes, pero también tienen efectos negativos. El llamado hidrógeno verde no es en realidad una fuente de energía. No hay yacimientos de hidrógeno. Es solo un vector energético, que hemos de formar a partir del agua consumiendo electricidad, que habrá de ser renovable”, aseguró.
“No hay una única y perfecta fuente de energía. Necesitamos formas complementarias para reducir, cuanto más y cuanto antes, la dependencia de combustibles fósiles, e incrementar, cuanto antes y cuanto más, energías tan renovables como sea posible”, reveló.
Las decisiones últimas son económicas y políticas, “pero si estas siguen despreciando los datos científicos no pasaremos de declaraciones bienintencionadas y sistemáticamente incumplidas2, concluyó.